Cuando se te preguntaba por tu identidad, tu domicilio o tu destino, guardabas un silencio inquietante que sólo habías roto para repetir en varias ocasiones mi nombre; al principio de una forma vacilante e insegura, luego con progresiva rotundidad y certidumbre, como si en ese instante de clarividencia recuperaras prodigiosamente la memoria.
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Sólo te curarás si bebes agua de la fuente de Carboeiro –dijo el tío Bartolomé con una indiferencia inquietante entretenido en golpear con el contero de la cachaba sobre el adoquinado.
Siempre, claro está, que emprendas el viaje hasta allí con lo verdaderamente imprescindible –añadió. El abogado le entregó entonces la cartera y se perdió calle arriba. Al día siguiente se puso en marcha. El camino fue largo; la lluvia, de cuando en cuando, despiadada.… |
Físicamente era un tipo delicado, con una constitución casi adolescente que hacía suspirar a las hijas casaderas de los contratistas. Así, en medio del infierno, él no se sorprendía cuando era requerido para sofocar una horrible jaqueca.
Sin embargo la primera vez que socorrió a uno de aquellos desgraciados supo que ya no podría dejar de hacerlo. No quiso preguntarse si era el morbo o el compromiso quien espoleaba su caballo hasta El Manzanal, quien lo hacía trepar por Campillo o cubrirse de fango en La Balastera. |
Al fin y al cabo, convendrá conmigo, ¿a quién no lo confunden de vez en cuando con otra persona? A usted le habrá saludado en más de una ocasión un perfecto desconocido y le habrá devuelto educadamente el gesto, dudando tal vez de su memoria o, si la ocasión lo propiciaba, le habrá sacado cortésmente de su error mientras aceptaba sus disculpas.
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Esto es lo que yo pensaba en aquella sala de hospital de La Habana, en aquel depósito alicatado hasta el techo mientras me convencía de que aquel fiambre era, sin duda, Braulio Padilla Infante, el mismo que vestía y calzaba un cuarenta y siete. Sí, que el tipo de la camilla, aún con la ristra de carretes cruzada sobre el pecho como una canana era mi otra mitad, mi lazarillo, el colega que me prestaba sus ojos y su cinismo.
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Lo más asombroso -con serlo- no es el hecho en sí. No; lo más inquietante, cielo, no es que yo vea de cuando en cuando una jirafa. Lo más inquietante es que nadie más en el autobús, en la calle, en la playa, vuelva incrédulo la cabeza: como si el animal no estuviera allí –delicado, elegante- caminando como hoy bajo la lluvia entre la multitud sedienta de rebajas.
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El hombre apoya delicadamente la mano y, girando la manilla, empuja la puerta hacia el interior.
Hasta ayer mismo, el suelo de su salón era de parqué pero nuestro protagonista camina ahora por un sendero húmedo. No quedan rastros del sofá ni de la televisión de plasma; una espesa vegetación ha engullido todo el mobiliario y tan sólo –el tipo no sabría decir si es de día o de noche- una luz mortecina alcanza a colarse entre las copas de los árboles. ¿Qué habrá sido del techo?- se pregunta... . |
Descubrí la suerte a los siete años. En una bolsa de pipas Facundo: la suerte era aquella bola amarilla escondida entre los frutos secos. No. Nada del otro jueves si no fuera porque dentro de esa esfera se agazapaba la fortuna o la fatalidad: si al quebrarla su interior era rojo, el confitero te regalaba otro paquete con otra cuenta dorada en su interior.
Recuerdo que aquel hallazgo me marcó profundamente. Tanto como la primera vez que capturé un saltamontes o la tarde que sorprendí la cópula de mi perro, Chispas, con la perra canela del carpintero. |